8 de mayo de 2009

4. La Desaparición

Magnolia era una mujer seria. Organizaba exhaustivamente sus actividades, la simple idea improvisar le daba terror.

Un día se levantó a la hora acostumbrada, tomó café con un bocadillo, y se vistió con lo que se había convertido en su uniforme de trabajo: un traje de pantalón y chaqueta, y una blusa de manga larga. Ya que que trabajaba eMagnolia era una mujer seria. Organizaba exhaustivamente sus actividades, la simple idea improvisar le daba terror.

Un día se levantó a la hora acostumbrada, tomó café con un bocadillo, y se vistió con lo que se había convertido en su uniforme de trabajo: un traje de pantalón y chaqueta, y una blusa de manga larga. Ya que que trabajaba en un instituto de secundaria en el que los alumnos solían excederse en las confianzas y desmadrarse con facilidad, insistía en la formalidad para potenciar su autoridad. Sobria y discreta jamás revela a sus alumnos nada relacionado con su mundo privado, pues siente pánico al pensar que puedan usar esa información delicada para humillarla, avergonzarla o simplemente, juzgarla.

Sin embargo, ese día no fue como ella lo hubiera planeado. Cuando se condujo a la zapatera a buscar sus zapatos negros con un poco de tacón, he ahí lo que vio: nada. Sus zapatos, todos, se habían evaporado, no estaban, ninguno. Profundamente turbada, empieza a corretear nerviosa por el piso, “¡No puede ser!, ¡no puede ser!, yo siempre dejo mis zapatos ahí, ¿los habrá cambiado de sitio Jackey?, y así seguía rebuscando muy alterada, transpirando y vociferando.“Bueno Magnolia, concéntrate, se lógica -se dijo- el hecho es que tus zapatos no aparecen y sólo faltan diez minutos para salir, así que, la única opción que te queda es cogerle unos prestado a Jackey, no hay remedio, no puedes llegar tarde”.

Aunque su marido era mucho más alto que ella, Magnolia era bastante menuda, por casualidades genéticas tal desproporción no se daba tanto en el tamaño de sus pies, por lo Jackey solo usaba una talla más de zapatos que ella.

Así que nuestra mujer se vio ante sí con un extraño abanico de opciones. Con su deducción innata descartó los imposibles de llevar, por ser demasiado masculinos o por estar estropeados y vio que no había mucho para elegir, así qué, después de la eliminación selectiva solo quedaban unas zapatillas deportivas. Recuerda la discusión que mantuvo con su marido respecto a ellas. Él, en plena crisis de los cuarenta, intentando volver a ser un adolescente se compró las zapatillas más caras y ostentosas que encontró: enormes, con cámaras de aire y una luz roja en el talón que se enciende al pisar, lo último. “Ni se te ocurra acercarte a mí por la calle con esas cosas puestas, que digo que no te conozco, ¿eh?, todo ese dinero malgastado para nada, que horterada”. Y ahora era ella la que las iba a llevar, se convertiría en carne de cañón, una causa de broma fácil, de escarnio, de vilipendio. “Sólo será hoy -se dijo- será un día horrible pero ignoraré cualquier comentario que escuche al respecto”. De modo que se cambió su traje por una camiseta blanca y nos vaqueros para no desentonar con el nuevo estilo de calzado.

De espaldas a la clase escribía el tema del día en la pizarra mientras lo pronunciaba en un perfecto inglés. Un cuchicheo débil podía apercibirse como un enjambre de abejas en movimiento. Escuchó que alguien mencionaba su nombre en medio de una conversación. Algunos la llamaban “la Borde”, otros “la Magno”, y en su presencia “la Seño”. No quería admitirlo, pero, efectivamente estaba ocurriendo lo peor, todos hablaban de ella y sólo era cuestión de minutos que alguno de los cabecillas de grupo la denigrara en publico. Temía especialmente a Félix, un mulato grandullón con gruesas cadenas de oro que era especialmente cruel.

Fue entonces cuando Félix, el rey de los villanos, la llamó con su voz grave, “Seño, Seño”.

Magnolia, tan aleccionada como estaba de no seguir el juego de burlones, lo ignoró. Pero el chico insistía, irritado por el caso omiso a sus llamadas de atención. Magnolia se mantuvo en su determinación por un instante pero después comenzó a flaquear.

La coordinación de su mano derecha comenzó a estar seriamente comprometida, su corazón palpitaba aprisa, podía notar una fuerte sacudida con cada latido y sudaba profusamente. Su hermoso rostro comenzó a transfigurarse: su grandes y preciosos ojos castaños empezaron a enrojecerse y parpadear rápidamente, sus labios, fruncidos, formaban una línea vibrante, su ceño, contrito, aguantaba cada vez más tensión, y ocurrió lo que temía más: explotó.

Primero fue un llanto silencioso, luego vinieron los hipos y luego los mocos. Sentada a su escritorio su aspecto y su postura inspiraba de todo menos formalidad, el pelo revuelto, la cabeza apoyada sobre la mesa, la hojas de la lección desteñidas de tanto líquido elemento, y aquellas zapatillas, cuánto las detestaba, por qué, por qué no se quedo “enferma” en casa. Ahora no sólo la ridiculizarían por su ropa sino, lo que es más grave, por su verdadero yo. Aquella mujer, aparentemente férrea, era, realidad, como una niña, una criatura soñadora y sensible. Aquello que la hacía adorable la dotaba al mismo tiempo de un halo de vulnerabilidad. Vulnerabilidad la cual ella intentaba ocultar tenazmente y que ahora estaba abiertamente expuesta.

El silencio se adueño del aula, entonces, un líder de los rebeldes habló.

-Seño, ¿está mala?, ¿alguien le ha hecho algo? -dijo Marcos demostrando una compasión hasta el momento desconocida en él.

-No te hagas el tonto ahora Marcos, los estaba escuchando, sé que se estaban burlando todos de mi ropa, lo escuché -decía sonándose con fuerza justo en la “ché”.

-Que no Seño, juraíto que no nos reíamos de usted -decía mientras besaba una imagen que llevaba al cuello.

-Y entonces ¿ese cuchicheo por ahí detrás?, escuché mi nombre, ¡hablaban de mi!, ¡no me mientan! -decía ella mientras se limpiaba los pegotes de máscara de pestañas con toda su voluntad.

-Félix díselo -dijo Marcos

Félix se acercó a la mesa y estrechando con su neumático brazo la pequeña espalda de su profesora se levantó su gigantesco pantalón de deporte hasta los tobillos.

-Seño, ¿sabe que yo también uso las convert-air? Y guiñándole un ojo se señaló a las zapatillas deportivas.

n un instituto de secundaria en el que los alumnos solían excederse en las confianzas y desmadrarse con facilidad, insistía en la formalidad para potenciar su autoridad. Sobria y discreta jamás revela a sus alumnos nada relacionado con su mundo privado, pues siente pánico al pensar que puedan usar esa información delicada para humillarla, avergonzarla o simplemente, juzgarla.

Sin embargo, ese día no fue como ella lo hubiera planeado. Cuando se condujo a la zapatera a buscar sus zapatos negros con un poco de tacón, he ahí lo que vio: nada. Sus zapatos, todos, se habían evaporado, no estaban, ninguno. Profundamente turbada, empieza a corretear nerviosa por el piso, “¡No puede ser!, ¡no puede ser!, yo siempre dejo mis zapatos ahí, ¿los habrá cambiado de sitio Jackey?, y así seguía rebuscando muy alterada, transpirando y vociferando.“Bueno Magnolia, concéntrate, se lógica -se dijo- el hecho es que tus zapatos no aparecen y sólo faltan diez minutos para salir, así que, la única opción que te queda es cogerle unos prestado a Jackey, no hay remedio, no puedes llegar tarde”.

Aunque su marido era mucho más alto que ella, Magnolia era bastante menuda, por casualidades genéticas tal desproporción no se daba tanto en el tamaño de sus pies, por lo Jackey solo usaba una talla más de zapatos que ella.

Así que nuestra mujer se vio ante sí con un extraño abanico de opciones. Con su deducción innata descartó los imposibles de llevar, por ser demasiado masculinos o por estar estropeados y vio que no había mucho para elegir, así qué, después de la eliminación selectiva solo quedaban unas zapatillas deportivas. Recuerda la discusión que mantuvo con su marido respecto a ellas. Él, en plena crisis de los cuarenta, intentando volver a ser un adolescente se compró las zapatillas más caras y ostentosas que encontró: enormes, con cámaras de aire y una luz roja en el talón que se enciende al pisar, lo último. “Ni se te ocurra acercarte a mí por la calle con esas cosas puestas, que digo que no te conozco, ¿eh?, todo ese dinero malgastado para nada, que horterada”. Y ahora era ella la que las iba a llevar, se convertiría en carne de cañón, una causa de broma fácil, de escarnio, de vilipendio. “Sólo será hoy -se dijo- será un día horrible pero ignoraré cualquier comentario que escuche al respecto”. De modo que se cambió su traje por una camiseta blanca y nos vaqueros para no desentonar con el nuevo estilo de calzado.

De espaldas a la clase escribía el tema del día en la pizarra mientras lo pronunciaba en un perfecto inglés. Un cuchicheo débil podía apercibirse como un enjambre de abejas en movimiento. Escuchó que alguien mencionaba su nombre en medio de una conversación. Algunos la llamaban “la Borde”, otros “la Magno”, y en su presencia “la Seño”. No quería admitirlo, pero, efectivamente estaba ocurriendo lo peor, todos hablaban de ella y sólo era cuestión de minutos que alguno de los cabecillas de grupo la denigrara en publico. Temía especialmente a Félix, un mulato grandullón con gruesas cadenas de oro que era especialmente cruel.

Fue entonces cuando Félix, el rey de los villanos, la llamó con su voz grave, “Seño, Seño”.

Magnolia, tan aleccionada como estaba de no seguir el juego de burlones, lo ignoró. Pero el chico insistía, irritado por el caso omiso a sus llamadas de atención. Magnolia se mantuvo en su determinación por un instante pero después comenzó a flaquear.

La coordinación de su mano derecha comenzó a estar seriamente comprometida, su corazón palpitaba aprisa, podía notar una fuerte sacudida con cada latido y sudaba profusamente. Su hermoso rostro comenzó a transfigurarse: su grandes y preciosos ojos castaños empezaron a enrojecerse y parpadear rápidamente, sus labios, fruncidos, formaban una línea vibrante, su ceño, contrito, aguantaba cada vez más tensión, y ocurrió lo que temía más: explotó.

Primero fue un llanto silencioso, luego vinieron los hipos y luego los mocos. Sentada a su escritorio su aspecto y su postura inspiraba de todo menos formalidad, el pelo revuelto, la cabeza apoyada sobre la mesa, la hojas de la lección desteñidas de tanto líquido elemento, y aquellas zapatillas, cuánto las detestaba, por qué, por qué no se quedo “enferma” en casa. Ahora no sólo la ridiculizarían por su ropa sino, lo que es más grave, por su verdadero yo. Aquella mujer, aparentemente férrea, era, realidad, como una niña, una criatura soñadora y sensible. Aquello que la hacía adorable la dotaba al mismo tiempo de un halo de vulnerabilidad. Vulnerabilidad la cual ella intentaba ocultar tenazmente y que ahora estaba abiertamente expuesta.

El silencio se adueño del aula, entonces, un líder de los rebeldes habló.

-Seño, ¿está mala?, ¿alguien le ha hecho algo? -dijo Marcos demostrando una compasión hasta el momento desconocida en él.

-No te hagas el tonto ahora Marcos, los estaba escuchando, sé que se estaban burlando todos de mi ropa, lo escuché -decía sonándose con fuerza justo en la “ché”.

-Que no Seño, juraíto que no nos reíamos de usted -decía mientras besaba una imagen que llevaba al cuello.

-Y entonces ¿ese cuchicheo por ahí detrás?, escuché mi nombre, ¡hablaban de mi!, ¡no me mientan! -decía ella mientras se limpiaba los pegotes de máscara de pestañas con toda su voluntad.

-Félix díselo -dijo Marcos

Félix se acercó a la mesa y estrechando con su neumático brazo la pequeña espalda de su profesora se levantó su gigantesco pantalón de deporte hasta los tobillos.

-Seño, ¿sabe que yo también uso las convert-air? Y guiñándole un ojo se señaló a las zapatillas deportivas.

6. Luminosidad

Paola salió de casa para pagar unas facturas. Hacía un día cálido y brillante y sentía que salía energía de todo su cuerpo. Manaba de su pecho y se irradiaba en dos fases, primero, por los brazos, las manos, el cuello y la cabeza, y, seguidamente, por el vientre, los muslos, las pantorrillas y los pies. Un pulso calorífico la recorría entera periódicamente. Sentía que la radiación era tan fuerte que modificaba la postura habitual de su cuerpo: el pecho se expandía, el cuello se erguía, la barbilla se elevaba, los brazos, antes cruzados hacían un conato de apertura, y las manos, relajadas modulaban la transmisión de la onda al exterior. Aquella intensa calidez interior la relajaba, con cada expiración experimentaba más y más paz. Percibía cada detalle de su vida con un placer desconocido para ella hasta entonces. Sí, antes se había sentido feliz, pero nunca de una forma tan interoceptiva, tan visceral. Para ella, que vivía tan enajenada de su cuerpo, del vello de su coronilla y de los latidos de su corazón, aquello era una experiencia emocionante. Ella que recelaba de su organismo por tenerlo como una máquina acumuladora de líquidos, grasas y tumores, una entidad independiente proclive a la inflamación y la infección, un enemigo que la boicoteaba cada día, pero al que, sin embargo, tenía que alimentar y cuidar con gran esfuerzo, aquella reconciliación la traía de vuelta a sus orígenes, a su yo primitivamente feliz.

De vuelta a casa encontró de casualidad a su buena amiga Magnolia.

-¡Magno!, ¡qué alegría de verte! –dijo Paola eufórica.

-Sí, qué casualidad, pero oye, qué guapa estás, bueno diría mejor que estás. resplandeciente, irradias luminosidad, ¿te ha pasado algo? –dijo la amiga curiosa.

-Bueno, no es nada del otro mundo.

-Cuenta, mujer, cuenta –dijo Magnolia moviendo la mano hacía sí.

-Es que resulta que Pedro me quiere –contestó Paola con la voz temblorosa.

-Tonta, claro que te quiere, se casó contigo ¿no?, ¿es que nunca te lo dice? –contestó la amiga enternecida.

-Claro, muchas veces, pero no fue hasta ayer que lo creí.


5. Exceso de Velocidad

Priscilla tenía 17 años. Una mañana estaba sentada en el patio del instituto esperando a una amiga para comer el bocadillo juntas como siempre. Observaba tranquila a los alumnos caminando hacia diferentes lugares siempre en pequeños grupos de dos o tres jóvenes que a veces se fusionaban y daban lugar a otros más grandes. Algunos se sentaban en los bancos y otros se quedaban de pie. Parloteaban escandalosamente y reían sin parar, empujándose, abrazándose y convidándose comida. Aquellas risas fueron el detonante. Fijó su vista en una chica con flequillo fucsia que se comía una palmera de chocolate. Repentinamente había adquirido la sorprendente capacidad de captar cada detalle con precisión. Veía la mandíbula de la joven

moverse lentamente mientras se llenaba la camiseta trocitos de hojaldre y chocolate. La chica del flequillo había pasado un segundo comiendo, sin embargo Priscilla la había estado observando durante un minuto.

¡Pri! ¡chacha! -le dijo su amiga Dunia moviendo la mano justo delante de sus ojos.

¿Qué pasa?, ¿qué pasa? -dijo Priscilla muy sobresaltada.

Pues que estabas ida, obnubilada, evadida, abstraída... -dijo Dunia con su habitual tono de pasota buena onda.

Es que de repente me dio la impresión de que todo iba muchísimo más despacio, ¿alguna vez te ha pasado algo así? -dijo Pricilla sacudiendo la cabeza como para despertarse.

Pues sí, claro -contestó Dunia mientras se estiraba un poco los leotardos.

¿Y por qué pasa? ¿es algo malo? -dijo Priscilla nerviosa.

Tranqui, no es más que un... desfase -dijo Dunia mientras movía las manos lentamente como si acariciase un balón invisible.

Ya eso lo sé pero ¿porqué va todo tan lento? -se desesperaba Priscilla.

Querida mía, el mundo no va más lento, eres tú la que va más rápido que de costumbre -dijo Dunia sintiendo compasión sobre el desconocimiento de su amiga acerca de sí misma.

Y entonces... -dijo Priscilla moviendo las manos como si empujase algo desde abajo.

Entonces Dunia la miró directamente a lo ojos y sujetándola por los hombros le dijo: “cariño, lo que tienes es un problema de exceso de velocidad”.

3. El Grito

A Sergio nunca le interesó la vida de sus vecinos. No era el típico quejica entremetido. Llegaba tan cansado de su trabajo como jardinero que apenas pasaban unos minutos antes de que cayera inconsciente en la cama.

Cierto día, podando una palmera, colgado a cuatro metros de altura, tuvo un desvanecimiento. Parece que había contraído una fuerte cepa del virus de la gripe por lo que debía irse a casa a descansar.

Aturdido y con el cuerpo dolorido intenta dormir. Son las 10:30 de la noche cuando escucha el primer: “ÁAAAH”, apenas reparó en él. “AAAAÁAAH”, se escucha a las 11:00 pero esta vez sí que lo percibe.”Qué raro, nunca había escuchado al vecino de arriba gritar”. A las 11:30 se repite el mismo sonido, pero ahora Sergio sí que está irritado, “¿¡es que no va a parar en toda la noche!?”.

Tras una semana se empezó a obsesionarse por la causa de los alaridos, digamos que le atormentaban más a su curiosidad que a su oído, así que invitó a su hermana un día a cenar para que le diera su opinión. La llevó a su cuarto con la excusa de mirar ciertas fotos en el ordenador y justo a las 10:25. mientras ella abría y cerraba carpetas en la pantalla se escuchó un fuerte ¡ÁAAAH! de los de siempre.

-Tu vecino se ha debido de trillar un dedo -le dice ella riéndose traviesa.

-No, espera, ya verás dentro de un rato -y miró el reloj.

Ocurrió según lo pronosticado.

-Y ahora, ¿qué dices?, ¿otro dedo trillado?, ¿qué explicación le das tú a esto? ¿eh?, y así todas las noches, no falla, me está desquiciando, ¡tengo que saber qué está pasando! -y gruñó.

-Mi niño, tranquilo, que más te da, ¿no se te ha ocurrido que puede ser un depravado de esos?.

-Pues claro, fue lo primero que pensé pero no me termina de convencer esa explicación. Fíjate la próxima vez y te darás cuenta -decía él señalándose a la oreja.

Se mantuvieron en silencio en espera de otro alarido.

-Pues sí, tienes razón, y créeme que sé diferenciar esa clase de ruidos por el escandaloso de mi vecino, pero esto es distinto -decía ella mientras reflexionaba con su cara apoyada sobre el puño, ahora ella también estaba corroída por la intriga de modo que, cada vez visitaba con más frecuencia a su hermano con el fin de investigar el oscuro origen de los grititos, y se pasaban las horas especulando. Incluso llegaron a hacer una pequeña colección grabando los gritos y comparándolos con un programa de sonido con el fin de saber si los emitía un humano o eran una reproducción. Efectivamente, era un sujeto berreando de verdad, nada de grabaciones.

Al día siguiente descubrieron algo por casualidad. Sergio y su hermana fueron juntos a la biblioteca. Cuando regresaron al piso entraron en el ascensor y pulsaron el botón del piso sexto. Allí un hombre imponente, de unos 45 años, con barba gris y cuerpo esbelto los miraba fijamente. Sus ojos tenían cierta reminiscencia árabe. Había algo familiar en él. En su mano derecha sujetaba un libro fino y colgada de su hombro izquierdo había una mochila. Al llegar al piso sexto, el atractivo caballero hace un gesto con la cabeza para despedirse y entonces, he ahí lo especial, comienza a subir las escaleras hacia ático y mirándose a la vez, los dos hermanos descubren que él es su el hombre del grito.

-¡Es él, es él, lo miraste bien, ¿te fijaste si tenía algo raro?- le decía él muy ansioso, moviendo los brazos arriba y abajo.

-Sí, ¿a que es súper atractivo?- suspiraba ella con la mano en el pecho.

-No me refiero a eso boba, ¿no viste la espada?

-¿Espada?

-Sí, la tenía envuelta pero pude ver la empuñadura cuando se dio la vuelta, sobresalía de la mochila.

-Hay que miedo, es un psicópata de esos, por eso nos miraba tan fijamente, pensé que había ligado, eso me pasa por engreída.

-Creo que ya esta bien, deberíamos dejarlo, esto ya da miedo.-dijo él

-Sí -reafirmó ella

Dos semanas después tocan al timbre desesperadamente. Sergio se levanta de un brinco del sillón.

-Pero ¿se puede saber por que tocas así a la puerta?, ¿no ves que casi se me sale el corazón por la boca?- dijo Sergio hinchando y deshinchando el tórax con rapidez.

-Ay Sergio, es que te vas a morir

-¿Morir?

-Metafóricamente, digo, de la impresión, mira esto por favor.

Su hermana le mostró el programa de una obra de teatro que acababa de ver:“Hamlet, Príncipe de Dinamarca”

-Tú conoces la historia, ¿no? ¿te acuerdas de aquel personaje, Polonio, al que Hamlet mata por equivocación clavándole una espada cuando éste estaba detrás de un tapiz?, yo estaba sentada en la butaca y lo vi todo, Hamlet traspasó a Polonio con su espada y al retirar el tapiz y ver que había matado a aquel pobre inocente, se horrorizó, y ¿sabes que hizo?

-¿Qué?, ¿qué?

-Gritó

2. Un Buen Hombre

Paco es un buen hombre. Todos lo adoran. Tiene unos treinta y tantos, alto, robusto, con un poco de cara de bobo ingenuo. Es un cariñoso marido que se derrite al coger a su bebé recién nacido en sus fornidos brazos, en fin, un sentimental. Además se indigna muchísimo cuando ve alguna injusticia: su expresión apacible y cándida se desfigura, la decepción y la rabia hunden sus ojos, mientras que sus manos, que antes protegían y acariciaban, ahora se cierran en puños. Sus emociones se excitan desmedidamente por cualquier motivo. “¡Esto tiene que acabar!, ¡ya no puedo vivir así!, si tan solo pudiera dejar de sentir tanto todo” se decía a sí mismo moqueando, “¡ya sé!, iré al médico”, se dijo sonándose la nariz con la manga y caminando a toda prisa.

-Y diga, cuando dice que no quiere sentir tanto ¿a qué se refiere usted, exactamente? -pregunta la doctora de cabecera.

-Pues a que sufro mucho, cuando mis amigos sufren, yo me siento profundamente abatido, cuando veo una injusticia me vuelvo loco de rabia, y no soporto la pena que me producen los desamparados, los viejos, los vagabundos... -solloza llevándose las manos a la cabeza.

-Por sus síntomas noto que su problema es que es usted un buen hombre, actualmente la ciencia ha avanzado mucho, y precisamente aquí tengo unas muestras de un fármaco nuevo -la señora saca unas cápsulas marrones y rojas, y a Paco le viene a la mente el eslogan publicitario del anuncio de televisión donde las vio: "Antitristira, te quita la pena, te quita la ira".

-Tome una al día, y venga la próxima semana

Paco nunca se sintió mejor, había tomado el medicamento y salió a la calle para ir al trabajo. De camino vio a un joven con piernas torcidas que se trasladaba con dificultad: lo miró, le sonrió, y siguió adelante sin que su rostro perdiese un vatio de luminosidad. Se sentía feliz, y ya nada se lo arruinaría. También vio a una embarazada que palidecía de la náuseas y a la que nadie cedía el sitio en la guagua. La ira que hubiese sentido su antiguo yo hubiera hecho explotar las ventanillas del vehículo, pero ahora estaba extrañamente plácido, tampoco podía sentir pena por la preñada.

“Jamás dejaré de tomarme esto, ya he comprobado que se puede ser buena persona sin sentir nada, así que ¿para qué volver a mi antiguo yo?” se decía satisfecho.

Al abrir la puerta de casa se encontró con una extraña escena, su mujer estaba tirada en el suelo abrazada al perro y llorando profusamente mientras le acariciaba su enorme cabeza de Labrador.

-Cuando regresé de la compra vi a Peluso en esta esquina del salón, pero al ver que no venía a recibirnos tuve un pálpito y acabo de darme cuenta que está muerto, mi Peluso, ¿estaba bien cuando tú lo dejaste para ir al trabajo esta mañana temprano? -la voz de la mujer salía entrecortada.

-Sí Feli, cuando me fui estaba bien -contestó seguro.

En la cara de Paco se reflejó sorpresa pero acabado en ese punto el repertorio emocional de su nuevo yo, volvió a estar radiante de alegría.

-Iré ahora mismo a llevarlo al barranco para enterrarlo, en la gaveta hay unos sacos para escombros que compré ayer, sí, con uno dará, bueno mejor dos, que hace calor y se pudrirá rápido, llevará muerto un par de horas. De todos modos con la niña ya no teníamos mucho tiempo para sacarlo, y nos íbamos a gastar un dineral en operarlo, y total, con lo viejo que estaba casi mejor así, para que no sufra. Pero, mujer, no te quedes ahí parada, abre la puerta, que pesa, gracias cariño -y salió tan sereno.

-Qué extraño, normalmente él es el que se hunde más en estas situaciones pero ahora, parece muy tranquilo, ¡mi Paco, qué bueno es, que esfuerzo habrá tenido que hacer para aguantarse las lágrimas y así no entristecerme más a mí, quería tanto a ese perro -pensaba complacida.

Una hora más tarde el marido llegó, se duchó y se sentó a su lado. Ella esperaba que se derrumbase en su regazo en cualquier momento, pero eso no ocurrió, así que fue ella la que colocó la cabeza de él en su falda y se la acarició dulcemente, era la forma en la que ella lo consolaba de sus pequeños sufrimientos diarios y que solía provocar en él la catarsis. Pero tampoco funcionó, lo que es más, era tal su expresión de satisfacción que su mujer paró de pronto de tocarlo y reflexionó. Entonces un temblor sacudió su cuerpo, palideció y sintió que todo el calor de sus miembros huía. En un impulso lo levantó de sí bruscamente dejándolo sentado de nuevo.

-Pero, ¿qué pasa cariño?, ¿he hecho algo malo?” dijo desconcertado.

-¡Tú sabes lo que has hecho!, ¡vete!, nunca pensé que fueras capaz de algo así, no puedo vivir con un hombre como tú” afirmó ella fuera de sí y sin más explicación lo obligó a marcharse.

Tres días más tarde Paco recibe una llamada, es su esposa:

-Paco, si estás arrepentido, te perdono

-¿Arrepentido, de qué?

-Ya lo sabes, ¡de envenenar a Peluso!

1. La Cola

No podría decir como se llamaba aquel hombre. Me percaté de su presencia porque varios señores lo miraban atentamente mientras bajaba un escalera. El caballero se dirigió hacia el final de la inmensa cola. Una enorme inquietud turbó su cara instantáneamente.

Todos se miraban unos a otros y después al señor. Un halo de nerviosismo parecía moverse de acá para allá. Algunos sujetos del final de la cola se preguntaban “¿qué se puede hacer?”, mientras que otros bajaban los párpados y la barbilla pensando en tono derrotista ”no puede hacerse nada”. Finalmente estaba el grupo de los abstraídos, esos ni se dieron cuenta. No puedo negar que cierta ansiedad se apoderó de mí también, y después el conformismo, y quise evadirme pero una fuerte ira me despertó “tengo que hacer algo, ¡tengo que hacer algo!”. Reuní el poco valor que tenía miré al hombre. Le sonreí, y pensé en cambiarle mi puesto de la cola pero tras un segundo me di cuenta de que no serviría de mucho ya que yo estaba situada a más de la mitad. No, aquella no era la solución, así que una idea relampagueó en mi cabeza y le dije “cólese”, “¿queeeé?” contestó él (es que era un poco duro de oído), me acerqué un poco más “¡que se cole, cólese por delante de todo el mundo, nadie va a decirle absolutamente nada! Sin embargo, tras tal despliegue de confianza en el ser humano dudé, y además ¿quién era yo para hablar como representante de todo el mundo?, ¿ y si lo insultaban por saltarse la ley de la correlación de las colas?.

Entonces el hombre, sonriendo ampliamente dijo “¿ah sí?, pues, muy agradecido” y para mi asombró no dudó y aquél ser increíblemente alegre y jovial fue meneando muy lentamente sus caderas junto a cada uno de los que esperaban en la cola, haciéndoles un ademán de saludo con la cabeza mientras los rebasaba abierta y descaradamente hasta llegar triunfalmente a la ventanilla. Entonces muchas caras empezaron a mirarse con alivio. Yo, pletórica y orgullosa, observaba al anciano de espalda doblada y piernas titubeantes saliendo del banco apoyado en su muleta, tan torpemente como había entrado, pero, eso sí, mucho más digno.